martes, 10 de noviembre de 2009

EL SER Y LA NADA :LA NADA DE OTROS

LA NADA DE OTROS


Por Marcela Basch, Julieta Dorio y Amalia Sanz


¿Qué hacemos cuando no hacemos nada? ¿Qué no hacen
aquellos a los que acusamos de no hacer nada? ¿De qué
hablamos cuando hablamos de todo esto? Ejemplos
iluminadores a continuación.
Juan dice que María, su mujer, no hace nada: está todo
el día en casa. Pero María no puede más de trajinar todo
el día con los chicos, la comida, la limpieza; el que no
hace nada, señala con el dedo acusador, es su hijo
mayor, Pedro, ése que dice que estudia pero en realidad
anda de vago por ahí. Pedro se defiende, se la pasa
entre los libros de la facultad; la que de verdad no
hace nada es Ana, su hermana, que se consiguió un
puestito en la Municipalidad. Ana dice que ella es
administrativa, eso es un trabajo; no como su primo
Pablo, que se cree artista y se pasa el día en babia,
diciendo que se dedica a su arte. Pablo alega que él sí
se compromete con lo que hace, no como su tío Juan, que
desde que es jefe se dedica a llamar a su secretaria
para que le sirva cafecito.
El "hacer nada", entonces, es siempre una visión del
otro. El cliché más arraigado ubica el no hacer nada en
la ausencia de productividad, quizás el peor pecado para
la sociedad actual; y salvo excepciones, la
productividad se piensa en términos económicos. El que
no hace nada por elección es condenado ("¡Andá a
laburar!"). No vaya a ser contagioso y mucha gente deje
de producir y, Dios no lo permita, de consumir. Hoy la
ambición no se considera un pecado sino una virtud. Pero
hay quienes, con mayor o menor conciencia, se bajan de
esa calesita en la que todos vamos. Generan escándalo,
sí, pero también envidia.
La nada elegida
Se trata de entrar a otra dimensión. Mirar el reloj a
las 12.15 del mediodía. Mirarlo a las 12.27 y descubrir
que sólo pasaron doce minutos; en otro tiempo -un tiempo
personal- una mínima eternidad. La escena puede
repetirse durante el día cuando la rutina pierde fuerza,
cuando la mañana sólo se diferencia de la tarde por la
posición del sol en el cielo, y porque no es lo mismo
desayunar que tomar el almuerzo o el té de las cinco.
Así, de pronto, los tiempos y las urgencias cobran otra
dimensión: eso sucede cuando no hay feriados, ni días de
obligaciones, cuando no hay agendas que llenar ni plazos
de entrega.
Sebastián I. decidió abandonar una buena cantidad de
seguridades cuando, en noviembre de 2003 y a los 33
años, renunció a su cargo de gerente de márketing en una
de las más importantes -e internacionales- empresas de
cosméticos para no hacer nada. "Me trataron de loco, me
recomendaron empezar un tratamiento psicológico, en la
empresa me querían dar una licencia por el tiempo que
quisiera, pensaban que era estrés, nadie podía entender
que simplemente me había cansado de trabajar y que
quería no hacer nada, rascarme, por un tiempo", cuenta
hoy Sebastián riéndose. Él tenía lo que se suele llamar
un buen pasar, sabía que podía no producir dinero por un
largo tiempo y, desde ya, con ese piso y esa
tranquilidad es que tomó la decisión. Sabía también que
se arriesgaba, pero en ningún momento cayó en la
angustia del tiempo vacío. Sólo en los primeros meses
-después de algunas semanas de vacaciones- se sintió
descolocado: "Al principio fue raro, después de un ritmo
intensísimo de trabajo durante años, no sabía qué hacer
con las horas, con los días. En realidad me sigue
pasando, pero ahora no tiene ningún peso. Paso los días
haciendo no sé bien qué... hago deporte, mucho, veo gente,
duermo siesta, veo tele, no sé bien qué decirte. Si me
tengo que poner a pensar, si te lo tengo que explicar,
no sé bien en qué se me van las horas". Y no son sólo
las horas: son las horas de los días de las semanas de
los meses que ya completan un año y medio. En el
imaginario que la gran mayoría maneja, resulta difícil
entender cómo se pliegan y se dividen infinitamente esas
horas que parecen iguales, lentas, repetidas. Por
ejemplo, ¿qué hizo Sebastián ayer, martes? "Me levanté
tarde, creo, estuve dando vueltas, mirando el jardín,
comí algo, no sé, a la tarde, creo que leí un rato, me
quedé dormido... no me acuerdo, nada especial que contar."
Con cierto extrañamiento orgulloso, agrega "es que hay
días en los que llega la noche y no me acuerdo qué hice
en tantas horas. ¡No hice absolutamente nada!". De
alguna forma ese tiempo otro, ese transcurrir de la
nada, es un tiempo no narrable, no permeable al relato,
un tiempo que difícilmente pueda enumerarse a través de
las acciones que contiene tal vez porque justamente esas
acciones pierden validez y sentido en términos sociales.
"Y sí, estos días son opuestos a aquellos en los que
tenía un desayuno de trabajo a las 9, una cita a las
10.30, una presentación al mediodía, un almuerzo con la
agencia a las 2 de la tarde y así seguía mi día. Al poco
tiempo de renunciar tiré la agenda y nunca más me compré
una; obviamente no la necesito", aclara Sebastián, como
si fuera necesario.
Nada
"No recuerdo nada." Así describe Emilio V., de 31 años,
las épocas en las que "no hacía nada"; es decir, hacía
zapping. Ahora, según cuenta, su vida cambió, aunque las
vecinas puedan pensar que él no hace nada porque no
tiene un trabajo. Sus días casi no tienen rutinas: "Me
levanto después del mediodía y me tomo un capuccino.
Después me pongo a trabajar con la computadora o salgo a
algún lado; más tarde puedo dormir una siesta, me
levanto, miro alguna película, me pongo a tocar o a
mezclar. Nunca me acuesto antes de tres de la mañana".
Se dedica a componer y masterizar música electrónica, a
aprender a mezclarla, a investigar los programas para
audio y a ver películas, en cine o en su casa. "El cine
me gusta mucho, algún día me gustaría hacer algo. Ahora
me estoy nutriendo, aunque, qué sé yo, mi novia dice que
el tiempo de nutrirse ya pasó."
Emilio no se siente incómodo. "A mi viejo también le
gustaba la batería, pero laburaba mucho y dejaba la
música para el fin de semana, o para más adelante
-relata-. Un día le diagnosticaron un cáncer y se murió
a los tres meses. No pudo hacer nada de lo que quería."
Entonces Emilio pensó otro plan: "voy a seguir con lo de
la música hasta los treinta, y si no pasa nada, me
consigo un laburo y haré lo que hacen todos". Pero ya
van 31 y no busca trabajo, si bien no descarta la idea
de "toparse" con uno, como ocurrió otras veces. No le
causa gracia vender su tiempo: "Así lo pagan. No sé cómo
se maneja la gente, pero veo a mis hermanos que ganan
bien pero laburan todo el día, no ven a sus hijos que
los atiende una empleada que también gana muy bien, y
después a fin de año se van de vacaciones un mes y están
bien vestidos, pero como pareja, como familia, no están
bien".
Por ahora Emilio subsiste con "lo básico": su abuela,
jubilada, le pasa dinero para el alquiler de una pieza y
unos pesos por semana para viáticos. Cuando quiere
afrontar gastos extra, se desprende de algún disco:
"Vendí muchos, tenía como quinientos".
Su ascetismo es llamativo: a diferencia de muchos
amantes de la música, no siente apego por los discos, ni
por los objetos en general. Sólo depende de su laptop,
que usa para componer y para entrenarse como DJ. "Estoy
contento con la vida que llevo, y creo que no lastimo a
nadie", afirma. Aunque no sostiene una postura expresa,
lo suyo suena casi anticapitalista.
"Es que vivir con lo justo te limita en algunas cosas",
redondea. "Por ahí pienso 'no tengo plata, no tengo
cable', pero, ¿qué estaría haciendo si tuviera más?
Estaría viendo televisión, no haciendo nada, como antes.
No me preocupa tener más."
Nada final
Para las religiones orientales, no hacer nada,
inmovilizarse hasta el punto de no pensar nada, es la
mejor manera de alcanzar la divinidad. Para muchos
occidentales, educados por el contrario bajo aquel
precepto de "ganarás el pan con el sudor de tu frente",
no hacer nada es no sólo despreciable sino también
insoporTAble: los tiempos fuera de toda agenda,
aparentemente vacíos, como las esperas, traen la
ansiedad y llevan al sugestivo nombre de tiempos
muertos. Para Sebastián, Emilio y probablemente unos
cuantos más, en cambio, perder el tiempo puede ser una
forma de ganarlo.